martes, 16 de diciembre de 2008

BAR LA LOCA


La pared amarilla tenía una franja ocre sobre el enlozado de cemento pulido. Brillaba reluciente con el sol del mediodía. Detrás de ella estaban los orates, docenas, cientos de ellos. Algunos eran ya viejos locos, presos desde la época cuando él era estudiante de Medicina... Aún conservaba vivos los recuerdos de aquella larga y desquiciante pasantía por el manicomio; curas de sueño, catatonia espástica, rejas y más rejas, aullidos y excrementos lanzados una vez contra los bachilleres, en un paroxismo de furia incontrolable. Habían transcurrido meses en la época de estudiante, cuando fue apasionándose desinteresadamente por aquellos extraños seres cautivos, por saber más sobre sus vidas trágicas, truncadas, por escuchar sus palabreos y sus curiosas aproximaciones al mundo de los que estaban afuera. Meses de un diario discurrir con la locura, para terminar con un temor larvado de mirar en los ojos de los demás, miedo por no querer detectar en ellos las desnudeces del alma que exhibían ante los bachilleres los pacientes del manicomio. Días de análisis y de silenciosa introspección en la búsqueda de motivos, de pistas, de interpretaciones para cada caso, para concluir en explicaciones banales sobre la herencia, la sífilis cerebral, las manías y las depresiones de los más accesibles, y siempre la impenetrable sordidez incomprensible de la esquizofrenia, llena de alucinaciones y con delirios sin sentido alguno. Años de años, habían transcurrido y las tapias estaban allí todavía, altas, las mismas paredes pintadas de amarillo, las que separaban los dementes de adentro de los cuerdos de afuera, ellos y los demás, todos los que están, los que estuvieron, ¿cuantos habrían fallecido?, no estaban allí todos los que eran, sin duda alguna no son todos los que están, y entre los de afuera quedarían unos cuantos, no están todos los que son, esos, ¡tantos!, llenos de problemas, de preocupaciones... Muchos años atrás, como en una máquina del tiempo, allí estaban las mismas tapias amarillas, existía el manicomio con sus calles de arena y el viento cálido iría soplando nubes de polvo, en las inmediaciones del matadero municipal, el edificio siniestro, sangriento, rodeado de zamuros que parecían esperar olisqueando el vaho de la carroña, en el techo, pero también se les veía formando hileras sobre el borde de la cerca del manicomio, ¿quizás la carroña de alguien de allá adentro? Ahora, ante el incandescente resplandor de las tapias, desde la barra, él está sentado ante una botella de cerveza helada y escucha en la rockola un tango. Aquello de, “descolado un mueble viejo y no tengas esperanzas en tu pobre corazón” trajo a su mente, la enteca figura de Akai Ishida... Son cosas locas, se dijo y sonrió al recordar a los japoneses y la perrera de la policía frente a aquel botiquín en Altamira, en plena capital de la República. Lejos estaban del sol de la ciudad del lago y los palmares y del manicomio con sus altas tapias... Por aquellas trillas de arena, en el automóvil Chysler, del año 48, su padre los llevaba, a él y a sus hermanitos, a oír a los locos. Ocurría casi siempre los sábados por la tarde, casi anocheciendo y todos se miraban con temor adivinando escuchar los alaridos de allá adentro. Era un ritual mágico, un juego, que servía para estimular la imaginación y a los hermanos les provocaba un larvado terror. La costumbre era una diversión establecida por su padre, un paseo que durante años él mismo había repetido, cuando era joven, un marabino, de comienzos del siglo XX, iniciándose en el comercio, en su “cucarachita plateada”, un pequeño auto DeSoto, y llevaba a pasear a sus amigas por las tardes y en las noches de luna, tan solo para oír los alaridos tras las tapias, y ellas aterrorizadas, o muertas de la risa, abrazaban al galante protector y risueño, quien las protegía con apasionadas caricias. Akai des ka, kom ban guá, arigato gozaimas, ahhhiss. Disparatadas lenguaradas llegaban a su conciencia. El negocio era pequeño, parecía tener más ficheras que sillas, y había también como en “La Loca” una rockola gigante. Él estaba en la capital invitado por los señores Ishida, Nakamura y Watanabe para negociar la adquisición de un equipo científico sofisticado y así, sofisticados parecían ser sus amigos nipones. Después de cenar pescado crudo, lame, beber sake y comer espaguetis japoneses, ellos habían decidido llevarlo a ver un strip-tease en aquel socavón de luces rojas y azules, cerca de la plaza de Altamira, bebiendo whisky seguramente yodificado pero que ellos decían estaba “ontoni oishi” y coreando, ¡campai, campai!... Era un ambiente extraño, para él, sin duda. Las cosas cambiaban con los tiempos... Los paseos de su padre alrededor del manicomio eran las máximas emociones, pero aquellos eran los tiempos del tranvía de mulas, cuando el psiquiátrico era una prisión rodeada de arena por todas partes en el vecindario del matadero, con zamuros salpicando el cielo y algún buchón, o unas gaviotas desperdigadas, pues un poco más allá, estaba el muelle, con las aguas del lago chapoteando, en el mismo sitio donde una vez llegó en un hidroavión el Águila Solitaria. ¡Eran recuerdos olvidados! Más perdidos que el hijo el Águila misma. Fundidos ya por el calor y el sol, en la maraña de las neuronas de algunos habitantes de la ciudad de las palmas y del lago... Ahora, desde el Bar “La Loca”, él estaba sentado ante su cervecita helada y recordaba el humo, los efluvios del alcohol, sus amigos nipones y la aglomeración de la gente que querían ver de cerca el show. Aquella noche se iban impregnando de pachulí, de humedad mohosa y de olor a aguardiente adulterado. Las mujeres circulaban restregándose y sentándose en las piernas de los chinitos, y las cosas ya comenzaban a verse borrosas cuando todo se oscureció. Un chorro de luz lechosa atravesó el denso colchón de humo. Muy pronto fueron surgiendo La Leona de Fuego, La Diosa de Oriente, La Salvaje Blanca y un par de féminas adicionales emergieron por una puerta mínima en el fondo del local y comenzaron a contorsionarse y a moverse cumpliendo con el ritual de ponerse en cueros. Los japoneses distendían sus pliegues epicánticos y reían diciendo cosas ininteligibles. La rockola había enmudecido ante la estridencia de una banda sonora en competencia con los chillones comentarios de un afeminado animador quien iba describiendo en detalle los atributos de cada una de las exuberantes y regordetas vedettes. Habían comenzado a alebrestarse los japoneses, y eso era evidente para él, a quien le decían cosas en un lenguaje que le sonaba a “cuti”, y sonreídos decían, ¡mucha mujele! ¡Oishiii! ¡Ahhhhss!... Todo aquello era bien diferente al sol reverberante en el enlozado y a las tapias amarillas fosforescentes brillando al otro lado de la calle. El calor del mediodía era infernal. Como el infierno que dibujaba aquel loco... Desde “La Loca”, la canícula parecía haber reblandecido el petróleo que sustituía la trilla arenosa de antaño. Él rememoraba aquellos días de estudiante, vividos detrás de la muralla amarilla. ¿Cómo poder olvidar la mirada del mulato Pedro? Con su calvicie incipiente, Pedro quien sabía hacer muñequitos de papel crepé, Pedro el jovencito que vivió con las monjas de clausura, Pedro el pintor, víctima de la parálisis general progresiva, atacado por el treponema pallidum, probablemente en su adolescencia, en alguna aventura amatoria, avatares de lupanar, cuando solapadamente a través de su piel morena o de sus mucosas rosadas le penetraron las espiroquetas, esas que habían destruido su sistema nervioso. A Pedro solo le quedaba la locura con ataxia, un andar vacilante por la degeneración de los cordones posteriores de su médula espinal. Pedro plasmaba en hojas de papel sus delirios místicos usando lápices y creyones para recrear un mundo de santos, ángeles en las nubes y demonios ardiendo en llamas multicolores, y encima de todas las escenas, siempre dibujaba un ojo. Aquel que lo miraba a él y nos miraba a todos, dentro de un triangulito... El cielo, el ojo, los de adentro y los de afuera, lejos... ¿Por qué de los locos y de la mirada de El Señor, pasaba a la mirada rasgada de su amigo japonés? Cuando el show terminó en un revuelo de plumas y en gritos y chiflidos de la concurrencia sazonados con un sartal de obscenas proposiciones nacidas de voz en cuello por la mayoría de los asistentes. Llegó la hora de pagar y en la madrugada entre el whisky y el humo, la cuenta no se veía muy bien, por cosas de fallas en las pilas de una linternita, así fue como sacaron fósforos y yeskeros, necesitaban luz, dale luz al señol Ishida, quien súbita pero palsimoniosamente, ¡dice que, no tiene lial! Les informan que el negocio se está cerrando. ¡Caballeros por favor! No lial, uno me lobó caltela. Lobalono caltela... Los nipones protestan. Lobalon catelas. Estos chinos no quieren pagar la cuenta. La policía se hace presente. Habrá una requisa. Cédula. Al amigo japonés se le perdió la cartera. Cédula ciudadano. ¡Ay viirsia! Al chinito lo robaron. ¿No tiene papeles? ¡A la perrera! Lo aclara en la Jefatura. ¡Pero hey! ¡Cuño! ¡Que le robaron la cartera! Era la torre de Babel... Arca de la Alianza, Puerta del Cielo... Con el correr de los años, todavía las altas paredes amarillas con su orla ocre estaban allí, brillando, con ese tono chillón bajo el sol inclemente del mediodía. Pero ahora, enfrente, casi diagonal y haciendo esquina, existía el bar “La Loca” y definitivamente, era una buena “taguara”. La cerveza estaba helada, como “siesoepinguino”... Él volvió a recordar el lío vivido con sus amigos japoneses... ¿Guatiyusei? No conprinfais. Déjeme a mí. Tienen que pagar. ¡Hey, esperate! Dejame oime, hey, agente, perdón, señor agente, esperate, oime, viirsia! ¿Pero como te lo vais a llevar? ¡Ve que molleja chico! Esperate, no entendéis que este es un señor extranjero, se te va a prender un mollejero en la Jefatura. ¿La cartera? ¡Miarma, si se la robaron! ¿Que quien soy yo? Soy su abogado, el de los chinos sí, ¡chinos no! ¡Vértica chico! Ellos son, ja po ne ses ¿Como va a ser la misma vaina, chico? ¡Que extranjero voy a ser yo, chico! Bueno, casi, del Zulia, sí. ¡A jaiba pues! ¡De Maracaibo chico! ¡Ajá sí! Tenéis que dejarlos ir, si no, viiirtica, va a ser un atropello. ¡Que clase de mollejero se les va a armar! Internacional sí, a vaina, yo que se los digo, yo... Al fin se escucha una voz con la orden para poner el punto final a todo aquello. Suélteme a esos ciudadanos. ¡Sí vale! Son una cuerda de chinos rascaos y un abogado maracucho que habla puras pendejeras. Suelte a los chinos y al hijoesumadre ese, que anda jurando por una Chinita, y si no se va rápido me lo mete en la perrera. ¡Que se vayan pal carajo! ¡Desaparézcanse, ya, njoda! Antes de que nos termine de volver locos a todos. Locos a todos, sí, locos, y es que no están todos los que son, definitivamente... ¡Dame otra cervecita, que me tenéis a pan y agua, como a los locos, sí, haceme la caridad!

El Zorzal

El Zorzal

Yo nací en el Saladillo, claro que no me consta, en esa época yo estaba muy chiquito y de bola que no puedo acordarme, pero pa que vos veáis, con ese orgullo me enseñaron a vivir, ser maracucho y saladillero. ¿Qué más queréis? A todo tiro andaba jochándome de esas dos cosas, diciéndoselo a media humanidad, cuando coñito, me refiero, de a cada rato se lo sacaba al Perico; vos sabéis que él era del Empedrao y yo venía y le decía, mirá Perico, ¿vos me vais a echar a Santa Lucía con la Chinita? después montábamos esa discutidera... Pero así y todo, el Perico era mi mejor amigo. Cuando carajito los cuentos de las vainas que a uno le ocurrieron son naturales, los de la edad, ¿comprendéis?, entonces todo era una felicidad, una pura inocencia y vos te creías todo lo que te decían, especialmente sobre ciertas jaibas, como los graves problemas del amor. Imaginate vos en aquellos tiempos... Es como cuando te hablaban sobre el origen de la gente, la procedencia pues, ¿me entendéis? Uno es de por aquí y puede que diga que ni le consta, pero uno se siente y sabe que es de aquí, otros ni se sabe, fijate que por estos predios siempre ha habido mucho camuflao, frijolillos tirándoselas de queso duro y quizás por eso será que uno se creía muchas vainas... Fijate vos el caso del mudo, nosotros creíamos una cosa, como todo el mundo, hasta los argentinos se creían el cuento y todos hubiéramos jurado que teníamos razón, pero la verdad es que no era así. Yo siempre creí que él había nacido en el propio Buenos Aires, quien sabe si en una casita del barrio del Abasto... Figurate, pasaron los años, que podéis hacer, ellos pasan, muchos años y nosotros siempre en el mismo predicamento, muy creídos y tiempo después, bastante después de lo del avión si supieras, supimos la jaiba, conocimos la verdad. Te digo, él para nosotros seguía vivo... Lo tuvimos tan cerca, sólo un mes antes del desastre de Medellín y lo teníamos que mantener vivo, cantando en la garganta de todos, le oíamos el rasgar de su guitarra en las noches estrelladas. El sol del veinticuatro viene asomando, el sol del veinticuatro... Como si estuviera todavía entre nosotros. Los compañeros de mi niñez fueron sus tangos... Para mí, también de un modo muy especial están mezclados los tangos con el recuerdo de unos ojos negros y de una tierna sonrisa, aquella niña de cabellos negros, rizados, recién lavados de boquita diminuta... ¡Como han pasado los años! Con el correr del tiempo, la imagen viva del hombre se nos fue transformando en un fantasma grandioso. Tampoco desapareció la imagen de la niña de la mirada triste y yo no pude lograr su materialización. Fantasmas que crecían cual si todo hubiese sido una leyenda, aquellos ojos y la figura del zorzal con su guitarra, él continuaba cantando y los de la cuerdita, ya disueltos algunos vínculos, lo seguimos admirando, pero cada quien por su lado, con su propia medida. Creo que fue para ese entonces cuando vinieron los uruguayos diciendo que él había nacido en Tacuarembó, y claro está, nosotros no les creíamos. ¡Después vinieron tantos entendidos! Hasta que al fin, ya ni recuerdo quien nos desveló el secreto de su misterioso origen. Todos tenemos un sitio de origen, vos sabéis, y a veces, este es un secreto. Nosotros, maracuchos entendemos que somos de un sitio muy especial, pero hay algunas criaturas que son de una región del espacio, que está más allá de las vainas lógicas, y entonces es cuando uno se explica por qué es fácil transformarse en fantasma y seguir vivo, otros cristianos somos seres humanos. No lo queríamos creer, pero las evidencias apuntaban a un origen terrenal para Charles Rumualdo Gardés. El había tenido un comienzo, de carne y hueso, él vino al mundo y no era etéreo, fue un 11 de diciembre, la ciudad fue Toulousse, el país Francia, el año 1890. ¡Vos te podréis imaginar nuestra consternación! Nos resultaba muy difícil de creer... Yo que lo vi en persona, metido bajo un ring de boxeo, con todo el sol del mediodía maracucho sobre la cabeza!, ¡biiirsia!, yo no podía asimilar la idea así no más.¡Imaginate vos!... ¡El morocho era francés! No sé si te podré explicar, pienso que fue como una especie de lección, como para que se me grabara aquello de que no importa donde se nace sino donde larga uno el forro, ¿me entendéis? Y así; ¡de bola!, ¿veis?, yo entonces creí que entendería mejor ciertas jaibas, de esas que la gente llama, las vainas de la vida... ¡Imaginate vos! A las dos pasadas, Carlitos no tendría ni cuatro años cuando su madre Bertha se lo llevó a vivir en Buenos Aires, un carajito solamente, pero allí se iba a quedar, allí iba a crecer, a cantar y si no hubiera sido así, la historia sería otra. Vos… ¿te podéis figurar como hubiera sido? Bueno vos te lo podréis imaginar, pero yo... A lo mejor si hubiese sentido desde temprano el sabor y la dentera de ese caujil tal vez no hubiera tenido que invertir tantos años buscando aquella mirada triste de una niña, imaginaria me figuro, porque ya no se si fue real o soñada. Y no la ví más. ¿Será que todo es mentira? Es un solo tango, eso debe ser lo que llaman el destino, todo es oscuro, como la noche afuera y llueve tanto, y a lo lejos, el quejido de un bandoneón. De estas cosas... ¡Qué iba a saber nada Majarete, ni el Perico y menos Cacha-floja que vivía idoebola!, ni tampoco Bolaequeso, ¡ni yo mismo! Ni soñarlo... Tantas ilusiones, durante tantos años, e iban siempre a girar en torno a Gardel, y nunca me lo hubieran creído mis amigos... Ya no vienen, ni siquiera a visitarme, cuerdaepillos, nadie viene a consolarme, nos hacíamos llamar los báquiros, y no éramos más que una pila de carajitos bellacos. Andábamos juntos, la mañana del ansiado día de su llegada, nos apretujábamos entre el gentío, cogidos de la mano, no esperdigarnos era la consigna. Hace más años que el simborrio... ¿Te podréis imaginar? La época del Presidente Pérez Soto, una mañana del mes de mayo y ese gentío sudando. De dril blanco y con pajilla los hombres, con paraguas las mujeres. Si te interesa, te diré que fue el treinta y cinco, y todos los de la pandilla nos abrimos paso a codazos y patadas hasta que logramos llegar al borde del malecón. Más cerca del "Libertador" no podíamos estar, y como todos, mirando deaparriba, esperando verlo, soñando con oírlo. Sacá tu cuenta paqueveais. Nosotros estábamos coñitos. Ahora ve como son las vainas, yo soy un viejo y él sigue igualito, no ha envejecido un año más, ni una cana, ni una arruga, ni un pelo se le despeina de su engominada cabeza y canta igualito, hasta suena mejor ahora. Es como si el tiempo no nos perdonara a algunos y a otros los respetara. Es el tiempo que no volverá y la bola del mundo gira, o yira y solo te queda el parpadeo de las estrellas, si, te basta con parpadear y ya lo tenéis allí, lo que vos queráis, la mirada aquella, la boquita y el cabello rizado, recién lavado, ¡es que chico!, yo la vi tan de cerca, estaban tan juntos... Te queda el recuerdo y ¿que más queréis?, cuando tengáis mi edad veréis cuanto vais a depender de ellos. Convencete de que el tiempo viejo, no vuelve. A mi, afortunadamente me resulta fácil recordar. Yo prolongué aquellos minutos y segundos, en años de una búsqueda infructuosa, revivir la ilusión permanente de tropezarme otra vez con su mirada. Es fácil, para mí, es sencillo regresar a los días de la llegada del vapor "Libertador"... El catirito, brillando bien arrecho sobre nuestras cabezas, la gente se arremolinaba desde temprano, habían llegado a pie, en mulas, en el tranvía, todos en el malecón, que mollejero!, como cientocincuentamil personas por lo menos, peor que una procesión por la calle derecha. Todavía no era el mediodía cuando se vio movimiento allá arriba, y vos hubieras visto el jaibero que se prendió entre la gente cuando apareció en la barandilla del vapor, sonriente, de casimir gris, con su sombrero de lado y la gente no hacía más que aplaudir y chiflar, entonces saludó con la mano y poco a poco comenzó a bajar por la escalera. ¡Bértica hermano que rebullicio! Nosotros nos habíamos acercado tanto que casi lo hubiéramos podido tocar, pero llegó como una ola de esa marea humana, cuando ya el tipo casi pisaba tierra, el empellón del negro Charleston nos sentó a Majarete y a mí en el suelo y después nos pisotearon. ¡Pero que nos iba a importar! De allí, salimos esmachetaos, logramos adelantarnos al hormiguero humano y fuimos a dar frente a la Curazao Trading. En medio de la calle estaba el ring de boxeo y allí entre una sola arrempujadera y pisotones nos situamos en una de las esquinas. Nos sentíamos como si fuéramos los second del morocho y desde allí, apretujaítos, sudando como unos cocíos, lo vimos subir a la lona y la gente gritando y pidiéndole canciones. Que si, cántame ésta, que si esta otra, vai cantá este tanguito, el otro, vos sabéis Ya encaramao, el morocho se arreguindó del micrófono, que era un bicho de esos grandes plateado, él sonriendo, como si la multitud que hervía a su alrededor no tuviera nada que hacer con él y comenzó a cantar... La gente enmudeció y él se mandó de un solo tarrayazo tres tangos de esos bien conocidos. Vos tendrías que haberlo vivido para creerlo. Después entre el vainero de los gritos y los aplausos, casi lo sacan en hombros. Nosotros nos fuimos con la corriente hasta la plaza Bolívar. El río humano reverberaba. Sonaba todavía en mis oídos la musiquita de una de aquellas canciones, muñequitas perfumadas, con sus boquitas pintadas, Mary, Julie, chicas de Nueva York y nosotros las habíamos conocido a Nelly y a Julie, te podéis imaginar chico, salidas de su propia boca, bajo el ala de su sombrero, casi debajo de él mismo, en aquel ring de boxeo, brillante su sonrisa con el sol y nosotros en ese jaibero entre cuerdas y los cables del micrófono... Llegamos en medio del río humano hirviente hasta la emisora Ecos del Caribe y esperamos fuera, en medio de la calle, lo entrevistaba un perifoneador que se llamaba Luis García Nebot, eso nos dijeron y allí fue donde oímos la noticia El sábado del debut, la emisora pondría altoparlantes hacia la plaza y en la calle íbamos a poder oír todo lo que ocurriera en el teatro Baralt. La entrada al teatro era sólo dos bolívares, bastante, pero uno como muchacho no tenía ni esperanzas de colearse, por eso la noticia nos abrió una nueva expectativa y la cuerdita hicimos planes para esperar hasta el sábado. Ese día, el gentío comenzó a llegar desde temprano, se llenaron las calles y la plaza y ya era casi de noche cuando apareció el automóvil del Presidente Pérez Soto. Antes de entrar al teatro, no más estaba descendiendo del carro cuando saludó a la gente y todos los aplaudimos con furor. Esperamos un rato... De pronto comenzamos a oírlo. "Cuesta abajo", "Mano a mano", "Mi Buenos Aires querido", "La Cumparsita", "Por una cabeza", todas las que tenían que ser... ¿Qué más queréis que te cuente entonces? Así fue, y nosotros unos carajitos, vivimos unos días de delirio, gozamos una y parte de la otra. Con Majarete y Cachafloja yo lo volví a ver frente al Metro, y desde afuera le oímos otra vez en la calle del vecindario del Odeón, le oímos todas las canciones que ya nos sabíamos. En uno de los últimos días de su gira nos fuimos una tarde, cargados de mamones y cotoperices que acabábamos de bajar de las matas a que el padrino de Leche Fría, andábamos la cuerdita completa, nos sentamos en la acera frente al hotel Granada y allí nos dedicamos a pelar ese pepero. El Granada nos quedaba cerca, porque de la carretera Unión a nuestras casas en los Valles Fríos era solo un brinco de dos cañadas. Entonces le montamos una cacería, comiendo mamones. Al fin lo vimos llegar, en un coche descapotado, venía con aquella jovencita, no era una mujer de mundo, un instante después nos tocó verlos muy de cerca... Era una tierna maracuchita de ojos negros, muy grandes, boca pequeñita, cabellera de negros crespos, recién lavada, envueltos los dos en un aura de flores, descendieron de la máquina, todo fue tan breve, en ese momento, no recuerdo lo que pensé, uno no se imagina las cosas cuando las ve, creo que nos pareció como una representación teatral, el bacán que la acamala, dentro del hotel estarían los cafishos milongueros, hasta no sé si pensamos en su buena suerte. A mí, con todo y la pila de años que han pasado no se me olvida la mirada de la pebetica criolla, la busqué durante meses y luego en todo el curso de mi vida, chiquilla de mi barrio, estaba seguro de que podría encontrarla, sus ojos, su sonrisa velada, cual si hubiera sido una aparición irreal, aquella criatura primorosa, casi niña, descendió del automóvil ante la sonrisa de Carlitos y el asombro nuestro, y desapareció para no volver. Recuerdo que nos miramos, primero Majarete y yo, el Perico y Bolaequeso sonrieron cómplices. Leche fría se molestó cuando el Perico le dijo, creo que le dijo, ¡ar coño!, creí que era tu hermanita Zulima... Todos nos levantamos como si nos hubieran dado una orden y cogimos la ruta de la cañada que baja del Granada hacia los Valles Fríos, atrás quedaron las pepas de mamón y un conchero verde. Entre los cujíes, bajando hacia la casa, el Perico me detuvo y trató de convencerme para que regresáramos y los viéramos otra vez, cuando salieran del hotel. Yo no acepté. Sentía que algo me había golpeado bajo y no sabía si era un asunto de mi amor propio. No quise volver. No nos pudimos reunir más. Parecía como si se nos hubiese cortado la inspiración y ni siquiera fuimos al malecón al final de Bella Vista cerca del manicomio, no estuvimos presentes el día que despegó el hidroavión con el zorzal. Se nos fue. Así que vos veis, yo nací detrás de San Juan de Dios y me pasé la vida oyéndolo y cantando con él pero creeme lo que te digo, hasta hoy, nadie supo de la jaiba que le echó a este carajito, hace más años que el siruyo y por culpa de Charles Rumualdo, aquella pebetica marabina, de ojos grandes y negros, de boquita pequeña y cabellera negra, llena de crespos recién lavados, esa es la pura verdad.